Nació en Mataderos el 26 de marzo de 1937 y murió en La Boca el 15 de febrero de 2002. Realizó trabajos de albañilería como forma de subsistencia hasta que se enamoró de La Boca, del puerto, de Caminito y del barrio y su bohemia. Se instaló hacia 1965 en la zona de La Ribera. Alejado de las escuelas de arte y del circuito cultural desplegó con maestría su arte callejero al exponer una innumerable variedad de frisos, esculturas y murales de cemento y arena de altorrelieve, que lo consagran como un extraordinario autodidacta. Retrató escenas de la vida real, el trabajo en el puerto, los marinos, los barcos, conventillos, caballos, el tango y el Riachuelo de mediados del siglo XX, la vida misma en La Boca. Ejecutaba trabajos especiales como sirenas, angelitos y retratos. Son tan impactantes que dan espacio a la emotividad gracias al desarrollo de una técnica magistral. Casi todos sus “tesoros” eran por encargo. Como si fuera un obrero, se subía a una escalerita y luego aplicaba cemento fresco sobre la superficie para luego darle vida a sus creaciones. Lo más asombroso es que el artista vecino realizaba sus obras con los mismos materiales de albañilería: un balde, una cuchara, un fratacho, cuchillos de cocina y un tenedor para realizar las texturas. Se consideraba un laburante, por eso se identificaba con la clase trabajadora. También utilizaba una papa para hacer los relieves o panes de jabón para desarrollar su técnica con sobre relieves. Sus manos eran mágicas, el cemento cobró vida a través de las expresiones de sus figuras que dan cuenta de la maravilla de sus trazos, como si estuvieran tallados pero en cemento. Para muchos, Walter estaba dotado de un talento inigualable que nada tiene que envidiarle a los cuadros que pintaba Quinquela, su fuente de inspiración. Walter siempre llevó en su alma toda esa magia que tenía Quinquela.(Diario de Cultura, 14 de julio de 2021).